lunes, 4 de noviembre de 2013

El síndrome de la falsa unanimidad

Casi todos hemos sufrido en carne propia esa desgastante lisia de pensar diferente y decir lo mismo que dicen otros, que tal vez soportan en silencio el mismo síndrome.
A menudo, luego de encuentros gremiales, vecinales, administrativos y políticos, la gente queda hablando en voz baja de cuestiones que no defendió durante la reunión. Por lo general,  aquellos asuntos, que hubieran disgustado a los decidores porque evidencian una posición diferente mueren en conversaciones de pasillo y dejan a mucha gente decepcionada de los mecanismos para ejercer el derecho a expresarse con franqueza, sin la posibilidad de represalias.
Lamentablemente aún se toma a mal la diversidad de criterios en cuanto a temas de interés colectivo y la utilidad del debate queda reducida a la aprobación, o cuando menos a la resignación, ante decisiones preconcebidas que la reunión solo puede legitimar, y casi nunca enjuiciar o desestimar.
Y duele ver cómo esto acontece en buena parte de los espacios que tenemos para la discusión, precisamente ahora que hay que revolucionar la Revolución, para hacerla más sólida y despojarla del formalismo y de la realidad escrita en los papeles que no siempre se parece a lo que hay en la calle.
Es inquietante el desestímulo que provoca esto en las personas, pues les impide encontrar alternativas surgidas del consenso y no llegadas a la base por el carril vertical de las jerarquías.
Por eso, apostar por la pluralidad de opiniones en vez de asumir las divergencias como debilidades del carácter o de la ideología, es también una actitud revolucionaria, y aun enriquecedora. De la confrontación fecunda y útil, solo puede obtenerse lo mejor para el colectivo, y si no es así, si las cosas no resultan como se esperaba, entonces queda la posibilidad de revocar.
Pero esa es otra capacidad que nos ha afectado el síndrome de la falsa unanimidad: decidir hasta qué punto ha sido eficiente un mecanismo, una norma o un directivo.  Generalmente, el desinterés que provoca no haber sido escuchados, hace que nos desliguemos de las consecuencias de la decisión tomada y si no marcha bien el asunto, optamos por aceptar que otros lo deroguen o lo enmienden; y peor aún, si lo que no “funciona” es la persona que ocupa un puesto de dirección, nos limitamos a aceptar su renuncia o a no reelegirla, casi nunca aparece “el atrevido” que, siguiendo un consenso tácito, se atreve a proponer su destitución.
Lo anterior, como se ha dicho, puede ocurrir en las reuniones; sin embargo ese no es su único escenario. Cuántas cosas ven el trabajador y el estudiante en su centro o el vecino en el barrio, que van en contra de las normas y principios de actuación establecidos, pero como los directivos también lo ven y lo aceptan, no se animan a plantearlo, ni a exigir que se transforme lo que está mal.
Uno solo, como un Quijote contra el mundo de la chapucería, de la doble moral y de las imposiciones, no puede hacer mucho por destruir esta inercia de ovejas obedientes que a veces frena la eficiencia, el bienestar, las iniciativas.

El tiempo de cambiar se nos acaba



Los cubanos vivimos haciendo compromisos; tal vez los hayas hecho en tu centro de trabajo, o en las organizaciones de masas y profesionales a las que perteneces.
Ante lo mal hecho, ante los incumplimientos, ante los errores, prometemos cambiar, no volver a tropezar con la misma piedra. Y así sucede a todos los niveles en este país.
Las dificultades que enfrentamos diariamente con el transporte, la comida y las limitaciones en la adquisición de bienes elementales como la ropa y el calzado, no solo tienen causa en la política norteamericana contra la isla y en la crisis económica global; también nosotros tenemos una gran responsabilidad.
A tal extremo hemos llegado, que de continuar por donde íbamos -en la autocomplacencia de ponderar nuestros más legítimos logros en materia social, e ignorar las deficiencias en la producción y en los servicios- al modelo cubano podría quedarle unos pocos años.
Hoy el enemigo más fuerte es el cúmulo de males que hemos dejado crecer: la irracionalidad en el uso de los recursos; el deterioro de la agricultura y la ganadería; las inversiones inconclusas que dejan pérdidas; los subsidios y las restricciones en la venta de alimentos, materiales de la construcción y otros bienes; y algunas gratuidades, que lejos de emplearse en beneficio de los más consagrados, servían para el enriquecimiento de algunos con determinado poder. Incluso Fidel Castro alertó en noviembre de 2005 que los cubanos somos la única fuerza verdaderamente capaz de destruir lo logrado en medio siglo de socialismo, si no se enfrenta el delito y la corrupción.
Han pasado ocho años y Cuba está inmersa en una labor titánica por cumplir lo establecido en los Lineamientos. Y es “titánica” la palabra precisa, porque implica destronar -a casi todos los niveles- el desorden, la falta de previsión, la incompetencia, la corrupción, el inmovilismo, el acomodamiento y la idea de que “todo nos lo merecemos”, y que el Estado debe resolver todos los problemas por pequeños que sean, hace falta primero cambiar la mentalidad. Y esa es una tarea más difícil aún.
Si bien los nueva política económica y social aprobada en el 6. Congreso del Partido pautan profundas transformaciones, cuando se leen informes sobre la economía y afloran los incumplimientos de planes y de aportes, inferiores a las potencialidades de los territorios, y  se mencionan como causas la desorganización, falta de estrategia y control, da la impresión de que con los Lineamientos se hace algo peor que engavetarlos. Se repiten de memoria como si fuera una meta alcanzarlos solo en lo formal; en el plano real a menudo siguen cometiéndose los mismos errores.
La autocrítica se alza todavía como la bandera blanca de los derrotados, el discurso de que hemos fallado y que nos comprometemos a revertir lo mal hecho, suele ser la única respuesta y, con frecuencia, eso “mal hecho”, es lo mismo que se criticado durante años, y que se sigue haciendo.
Si no se toma en serio esta cuestión, como una tarea en la que cada cual tiene que saber lo que le toca y cumplir; si se continúa con la visión paternalista del cuadro que no mostró capacidad en la dirección de una actividad y se recicla para que dirija otra; si no se interioriza que que ya no son tiempos de discursos sino de hechos, será muy difícil salir a flote… y el tiempo de cambiar se nos acaba.