Casi todos hemos sufrido en carne
propia esa desgastante lisia de pensar diferente y decir lo mismo que dicen
otros, que tal vez soportan en silencio el mismo síndrome.
A menudo, luego de encuentros gremiales,
vecinales, administrativos y políticos, la gente queda hablando en voz baja de
cuestiones que no defendió durante la reunión. Por lo general, aquellos asuntos, que hubieran disgustado a los
decidores porque evidencian una posición diferente mueren en conversaciones de
pasillo y dejan a mucha gente decepcionada de los mecanismos para ejercer el
derecho a expresarse con franqueza, sin la posibilidad de represalias.
Lamentablemente aún se toma a mal
la diversidad de criterios en cuanto a temas de interés colectivo y la utilidad
del debate queda reducida a la aprobación, o cuando menos a la resignación,
ante decisiones preconcebidas que la reunión solo puede legitimar, y casi nunca
enjuiciar o desestimar.
Y duele ver cómo esto acontece en
buena parte de los espacios que tenemos para la discusión, precisamente ahora
que hay que revolucionar la
Revolución, para hacerla más sólida y despojarla del
formalismo y de la realidad escrita en los papeles que no siempre se parece a
lo que hay en la calle.
Es inquietante el desestímulo que
provoca esto en las personas, pues les impide encontrar alternativas surgidas
del consenso y no llegadas a la base por el carril vertical de las jerarquías.
Por eso, apostar por la
pluralidad de opiniones en vez de asumir las divergencias como debilidades del
carácter o de la ideología, es también una actitud revolucionaria, y aun
enriquecedora. De la confrontación fecunda y útil, solo puede obtenerse lo mejor
para el colectivo, y si no es así, si las cosas no resultan como se esperaba,
entonces queda la posibilidad de revocar.
Pero esa es otra capacidad que
nos ha afectado el síndrome de la falsa unanimidad: decidir hasta qué punto ha
sido eficiente un mecanismo, una norma o un directivo. Generalmente, el desinterés que provoca no
haber sido escuchados, hace que nos desliguemos de las consecuencias de la
decisión tomada y si no marcha bien el asunto, optamos por aceptar que otros lo
deroguen o lo enmienden; y peor aún, si lo que no “funciona” es la persona que
ocupa un puesto de dirección, nos limitamos a aceptar su renuncia o a no
reelegirla, casi nunca aparece “el atrevido” que, siguiendo un consenso tácito,
se atreve a proponer su destitución.
Lo anterior, como se ha dicho,
puede ocurrir en las reuniones; sin embargo ese no es su único escenario.
Cuántas cosas ven el trabajador y el estudiante en su centro o el vecino en el
barrio, que van en contra de las normas y principios de actuación establecidos,
pero como los directivos también lo ven y lo aceptan, no se
animan a plantearlo, ni a exigir que se transforme lo que está mal.
Uno solo, como un Quijote contra
el mundo de la chapucería, de la doble moral y de las imposiciones, no puede
hacer mucho por destruir esta inercia de ovejas obedientes que a veces frena la
eficiencia, el bienestar, las iniciativas.
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