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Foto: Carlos Sanabia |
Repican
las manos sudorosas sobre el tambor, suenan también sartenes, cencerros, una
corneta china y viejas piezas de hierro, una multitud viene tras los músicos.
Bailan
frenéticamente, sudan, cantan y se contonean, tan juntos que rozan las manos y
las piernas el cuerpo del otro.
Deliciosa
y barata: así va la conga por esta ciudad de casas diversas. Negros, mestizos y
blancos son arrastrados por el
contagioso ritmo.
Su
nombre le viene de La
Tata Cuñengue, personaje de un leyenda africana que al bailar
aplastaba a todos los animales dañinos.
El
toque caliente y sensual, vulgar y tentador, es un convite que no desprecian ni
los más educados e instruidos que, aunque no se atrevan a meterse en el
tumulto, siguen con los ojos el andar de la turba.
La
conga vive en los barrios “perisféricos”, gracias hombres y mujeres que pasan 8
horas laborando y regresan a casa cuando el sol se apaga; gracias, también, a otros
hombres y mujeres, que deambulan vendiendo ilícitamente todo tipo de
productos, sin los límites que imponen la moral y la ley.
Ahora
todos van allí, coreando los versos de un canto sin poesía ni belleza, un reto a
las buenas costumbres.
Los
más viejos, desde sus sillones, miran el espectáculo y sonríen. A su memoria
regresa la primera mitad del siglo XX, cuando en la extrema pobreza la conga
ayudaba a los discriminados y desempleados, a escapar de su realidad miserable.
Así sonaba también la época de comicios.
Cuentan
que la conga nació como protesta de los campaneros esclavos del siglo XIX,
quienes hacían tañer las campanas con su música negra durante eventos de
blancos para manifestar rebeldía contra la prohibición de sus fiestas
litúrgicas. Ahora es la música preferida en los carnavales.
Julio
es el mes de la conga, las congas de todos los barrios santiagueros salen el
día 17 en invasión, a rivalizar con sus toques mientras los bailadores levantan
los pies alternativamente y mueven con gracia todo el cuerpo.
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